El marinero bajó la escalerilla del Gulf of Stars, un paquebote destartalado que
milagrosamente flotaba. Era mestizo. Iba cargado con un petate corriente. Saludó al
oficial de guardia y pisó tierra con una sonrisa. Luego echó a andar.
El lugar que ocupaba John, apacible y despreocupado, era estratégico. Estaba
subido en un murete.
El puerto en otoño le atraía sin poder explicar el motivo. Tampoco le importaba.
Solía guiarse por su instinto. El puerto, y especialmente su gente, eran la libertad, el
paradigma de lo inescrutable, el misterio de lo desconocido. En sus ojos llevaban el
reflejo de las estrellas de otros cielos, y en sus zapatos el polvo de otros caminos, de
ciudades fascinantes. Tenían mil historias guardadas en sus cabezas, y la sensación de
dar vueltas en círculos, sin ir a ninguna parte, como a veces le sucedía a él.
Y eso que jamás se había movido de Liverpool.
—¡Eh, chico! ¿Te interesa comprar buenos discos?
El marinero estaba a su lado, y el saco en el suelo, aunque bien sujeto con su mano
derecha. John le miró confuso por la pregunta.
—¿Qué clase de discos? —preguntó, desconfiado.
—Discos —repitió el hombre, como si esto sólo ya fuera suficiente—. Lo más
nuevo de Estados Unidos.
—¿Johnnie Ray, Cole y todo eso?
—¡Vamos, chico, te estoy hablando de música! ¿Y de quién me hablas tú? ¡Yo
hablo de rhythm & blues!
Se agachó, abrió el petate, metió una mano y sacó media docena de discos.
Parecía que éstos eran el único contenido del saco. John vio en las cubiertas los
nombres de Little Walter Jacobs, Lightnin Hopkins, Big Bill Broonzy, Big Mama Thornton,
Professor Longhair.
—No conozco a ninguno —dijo el muchacho.
La desilusión se asomó al rostro del marinero. Su voz jugó a toda una sinfonía de
inflexiones.
—¡Diablos! —miró a su alrededor—. ¿Esto es Liverpool? ¡No, me habré
equivocado! Claro que puede ser Liverpool y yo he tenido la mala suerte de dar contigo
—hizo un gesto de conmiseración—. ¡Bah, aquí en Inglaterra no hacéis más que
porquería, y es una pena!
Metió de nuevo los discos en el petate y John tuvo una de sus intuiciones. Se movió
inquieto. Discos americanos de verdad, y al alcance de su... Contó mentalmente el
dinero que llevaba en el bolsillo, todo lo recogido en su cumpleaños.
—Si pudiera oírlos...
—¿Oírlos? —le salió espontáneamente—. ¡Me los quitan de las manos, chico! Ahí
delante —y señaló la ciudad— sí que hay gente interesada de verdad. Yo creía que tú
eras uno de los listos, que no querías que nadie se te adelantase. Tengo prisa y clientes.
Lo siento.
Hizo ademán de querer continuar su camino.
—¿Cuánto? —preguntó John.
—¡Ah, veo que te interesa y estás regateándome! —dijo el marinero guiñando un
ojo—. Está bien, veamos; llevo unos cien —escrutó la cara de su posible comprador al
decir—: ¿Tú no llevarás encima cinco libras?
La cara de John le indicó que no las llevaba.
—Son de lo último, chico, están prácticamente nuevos y has de valorar el
transporte.
John parecía desalentado, pero superó la primera impresión. Aquel tipo tenía
ganas de comenzar a vaciar su petate, y difícilmente colocaría todo el lote de una vez.
En una tienda tampoco le darían más.
Aquellos discos parecían extraordinariamente buenos.
—Seis por un chelín —ofreció de repente—, y yo los escojo.
Un claxon cercano ahogó la protesta del marinero.
6
—¿Has pagado media corona por esto?
La voz de Griffiths reflejaba todo el horror que sentía. Shotton y Hanson
secundaban perfectamente su incredulidad.
—Esto es música de verdad, lo que se hace en América, y aquí no nos enteramos
porque la BBC sólo pone las cursiladas de siempre.
—¿Cómo sabes que es música de verdad, lo último y todo eso, si ni siquiera los
oíste al comprarlos? ¡Ese marinero te hizo un lavado de cerebro y te endosó un muerto!
—¡Pero bueno! —John dejó de defenderse y pasó al ataque—. ¿Tú crees que yo
no sé quiénes son Big Mama Thornton o los Ink Spots?
Sus tres compañeros quedaron desarmados. Griffiths le miró con un destello de
admiración.
—¿De verdad los conocías?
—Si a uno le gusta la música, ha de estar preparado y enterado de todo lo que
funciona. Por supuesto no conozco estas canciones —subrayó las dos últimas
palabras—, porque son las últimas que han grabado.
—¿Y de qué estilo son? —preguntó Shotton.
—Rhythm & blues —recordó las palabras del marinero en pleno negocio y
agregó—: El rhythm & blues es la base del montaje americano, ¿sabes? Los negros
hacen las canciones y luego van los blancos, hacen su propia versión, la endulzan, y las
convierten en éxito. Pero ¡aquí está la inspiración original!
milagrosamente flotaba. Era mestizo. Iba cargado con un petate corriente. Saludó al
oficial de guardia y pisó tierra con una sonrisa. Luego echó a andar.
El lugar que ocupaba John, apacible y despreocupado, era estratégico. Estaba
subido en un murete.
El puerto en otoño le atraía sin poder explicar el motivo. Tampoco le importaba.
Solía guiarse por su instinto. El puerto, y especialmente su gente, eran la libertad, el
paradigma de lo inescrutable, el misterio de lo desconocido. En sus ojos llevaban el
reflejo de las estrellas de otros cielos, y en sus zapatos el polvo de otros caminos, de
ciudades fascinantes. Tenían mil historias guardadas en sus cabezas, y la sensación de
dar vueltas en círculos, sin ir a ninguna parte, como a veces le sucedía a él.
Y eso que jamás se había movido de Liverpool.
—¡Eh, chico! ¿Te interesa comprar buenos discos?
El marinero estaba a su lado, y el saco en el suelo, aunque bien sujeto con su mano
derecha. John le miró confuso por la pregunta.
—¿Qué clase de discos? —preguntó, desconfiado.
—Discos —repitió el hombre, como si esto sólo ya fuera suficiente—. Lo más
nuevo de Estados Unidos.
—¿Johnnie Ray, Cole y todo eso?
—¡Vamos, chico, te estoy hablando de música! ¿Y de quién me hablas tú? ¡Yo
hablo de rhythm & blues!
Se agachó, abrió el petate, metió una mano y sacó media docena de discos.
Parecía que éstos eran el único contenido del saco. John vio en las cubiertas los
nombres de Little Walter Jacobs, Lightnin Hopkins, Big Bill Broonzy, Big Mama Thornton,
Professor Longhair.
—No conozco a ninguno —dijo el muchacho.
La desilusión se asomó al rostro del marinero. Su voz jugó a toda una sinfonía de
inflexiones.
—¡Diablos! —miró a su alrededor—. ¿Esto es Liverpool? ¡No, me habré
equivocado! Claro que puede ser Liverpool y yo he tenido la mala suerte de dar contigo
—hizo un gesto de conmiseración—. ¡Bah, aquí en Inglaterra no hacéis más que
porquería, y es una pena!
Metió de nuevo los discos en el petate y John tuvo una de sus intuiciones. Se movió
inquieto. Discos americanos de verdad, y al alcance de su... Contó mentalmente el
dinero que llevaba en el bolsillo, todo lo recogido en su cumpleaños.
—Si pudiera oírlos...
—¿Oírlos? —le salió espontáneamente—. ¡Me los quitan de las manos, chico! Ahí
delante —y señaló la ciudad— sí que hay gente interesada de verdad. Yo creía que tú
eras uno de los listos, que no querías que nadie se te adelantase. Tengo prisa y clientes.
Lo siento.
Hizo ademán de querer continuar su camino.
—¿Cuánto? —preguntó John.
—¡Ah, veo que te interesa y estás regateándome! —dijo el marinero guiñando un
ojo—. Está bien, veamos; llevo unos cien —escrutó la cara de su posible comprador al
decir—: ¿Tú no llevarás encima cinco libras?
La cara de John le indicó que no las llevaba.
—Son de lo último, chico, están prácticamente nuevos y has de valorar el
transporte.
John parecía desalentado, pero superó la primera impresión. Aquel tipo tenía
ganas de comenzar a vaciar su petate, y difícilmente colocaría todo el lote de una vez.
En una tienda tampoco le darían más.
Aquellos discos parecían extraordinariamente buenos.
—Seis por un chelín —ofreció de repente—, y yo los escojo.
Un claxon cercano ahogó la protesta del marinero.
6
—¿Has pagado media corona por esto?
La voz de Griffiths reflejaba todo el horror que sentía. Shotton y Hanson
secundaban perfectamente su incredulidad.
—Esto es música de verdad, lo que se hace en América, y aquí no nos enteramos
porque la BBC sólo pone las cursiladas de siempre.
—¿Cómo sabes que es música de verdad, lo último y todo eso, si ni siquiera los
oíste al comprarlos? ¡Ese marinero te hizo un lavado de cerebro y te endosó un muerto!
—¡Pero bueno! —John dejó de defenderse y pasó al ataque—. ¿Tú crees que yo
no sé quiénes son Big Mama Thornton o los Ink Spots?
Sus tres compañeros quedaron desarmados. Griffiths le miró con un destello de
admiración.
—¿De verdad los conocías?
—Si a uno le gusta la música, ha de estar preparado y enterado de todo lo que
funciona. Por supuesto no conozco estas canciones —subrayó las dos últimas
palabras—, porque son las últimas que han grabado.
—¿Y de qué estilo son? —preguntó Shotton.
—Rhythm & blues —recordó las palabras del marinero en pleno negocio y
agregó—: El rhythm & blues es la base del montaje americano, ¿sabes? Los negros
hacen las canciones y luego van los blancos, hacen su propia versión, la endulzan, y las
convierten en éxito. Pero ¡aquí está la inspiración original!
(Fragmento de El joven Lennon de Jordi Sierra i Fabra )
Esta parte del libro me hizo acordar a mi mismo cuando juntaba las monedas para comprarme un disco simple de vinilo con dos temas (uno por lado) a mis 13 años, algunos eran del mimísimo Lennon y los disfrutaba tanto como el de los rhythm & blues de Big Mama Thornton...Pensar que cumpliría 70 años, que jodida es la vida que te maten por ser notable, es decir por destacar sobre la mediocridad de un mundo absurdo...mierda!.
Hound Dog por Big Mama Thornton
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on domingo, octubre 10, 2010
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Big Mama Thornton,
Jordi Sierra i Fabra,
Lennon
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