Y el tren se fué...Terry Reid, el hombre que no quiso cantar en Led Zeppelin  

Publicado por Fredagrico

  Cuantas veces nos quejamos de nuestra suerte y nos juramos a no dejar pasar el próximo tren de las oportunidades (¡si es que viene!). Pero como se hace para distinguir la gran oportunidad de nuestras vidas que se nos quiere entregar mansa y arrullada en nuestros propios brazos ¿eh?. Cómo diría un reconocido locutor de radio (pensante): "Cualquiera es Gardel con el diario del lunes en la mano."
   Es decir podemos opinar sabiendo que el pobre tipo desperdició la mejor mano que le podía tocar en su vida artística, porque conocemos "las cartas". Al "pobre tipo" se  le piantó ser un inmortal de Led Zeppelin para pasar a ser un cuasi ignoto Terry Reid que tocó aquí y allá para desaparecer más allá.
   Me gusta inpirarme en las vidas que no viví ni viviré para instigar a mi reflexión, y preguntarme que sutiles son los mecanismos de la providencia para indicarnos el sentido de la flecha que nos conduce a la fortuna ó al infortunio.
   Finalmente podemos decir "Yo te banco Terry Reid, pues elegiste bien, elegiste a Robert Plant y John Bonham sin ellos Led Zeppelin no hubiera sido lo mismo, por eso, por este simple hecho...yo te banco. Fredagrico"
  Lo siguiente es un copy/paste de la entrada en el blog de Alfredo Rosso , un capo en comentarios de la historia del rock mundial que me pareció interesante compartirla.
  Antes escuchemos al amigo Terry y su voz notablemente parecida a la de Robert Plant:

Superlung my Supergirl por Terry Reid

“¡Hola! ¿Querida? ¿A qué no sabés lo que me pasó hoy? Viste ese guitarrista que toca en las sesiones de todo el mundo, Jimmy Page? Exacto, el de los Yardbirds. Bueno, vino a la sala de ensayo a decirme que está formando un nuevo grupo y quiere que sea el cantante. ¿Cómo que qué le contesté? Que no, por supuesto. ¡Justo ahora que tengo un contrato para ir de gira por Estados Unidos...! ¿Qué decís? ¿Que si quedé mal? Noooo. Zafé como un duque: le recomendé a un pibe rubio que canta muy bien. Incluso tiene una voz parecida a la mía. Un tal Robert Plant...”

Seguramente, en sus pesadillas, Terry Reid habrá vuelto a actuar esa escena muchas veces en los 35 años siguientes. La epopeya del rock está llena de artistas que penaron por llegar a la fama, que sufrieron infortunios y frustraciones hasta lograr su meta. Pero la saga de Reid muestra la otra cara de la moneda. Un cantante a quien la diosa fortuna golpeó a la puerta un ya lejano día de 1968 en el que le ofrecieron unirse al que -en poco tiempo más- se convertiría en uno de los grupos más famosos del mundo. Esta es la historia del hombre que rechazó a Led Zeppelin.
Terry Reid había nacido en un pequeño pueblo inglés llamado Huntingdon, en noviembre de 1949 y, como tantos otros jóvenes de su generación, fue atraído por el rhythm and blues estadounidense. Con apenas 15 años formó su propia banda, los Jaywalkers, compinches de los Animals, los Yardbirds, el Spencer Davis Group y los primeros Rolling Stones en la noble tarea de desarrollar la versión inglesa del blues blanco. Eran buenos, lo suficiente como para tomar parte en la célebre gira que los Stones y el grupo de Ike & Tina Turner realizaron por Gran Bretaña en 1966. Un single del ‘67, “The hand don’t fit the glove”/”This time”, quedó como testigo del temprano registro vocal de Reid, reminiscente de la voz de Steve Marriott, aquel de Small Faces y Humble Pie.
Terminados los Jaywalkers, Reid decidió probar suerte como solista y se metió de lleno en el campo del rock. Formó lo que hoy sería un “power trio”, con un repertorio que mezclaba temas propios y covers de cantautores ya consagrados, como Donovan y Bob Dylan. Una idea de la buena opinión que tenían de él los empresarios ingleses la da el hecho de que Reid compartió escenario con los Hollies y los Yardbirds y actuó como telonero de los Beach Boys y Jefferson Airplane, cuando estos grupos pasaron por Londres.
Hacia 1968 la reputación de Terry Reid estaba en su punto más alto, cosa que llamó la atención a uno de los grandes productores de la época, Mickie Most, quien venía de obtener varios hits con Donovan, The Animals y Jeff Beck. El problema era que a Most le gustaba mucho la voz de Reid pero no su intención de tocar heavy rock. El productor lo veía haciendo temas lentos y románticos, en la vena de los Walker Brothers, que por entonces arrasaban Gran Bretaña. De hecho, el primer producto de la asociación Most-Reid fue una balada llamada “Better by far”.
Con el single no pasó nada y Reid optó por concentrar su atención en los Estados Unidos. Una idea no demasiado descabellada, considerando que en aquel entonces triunfaba del otro costado del Atlántico un grupo como Vanilla Fudge, que combinaba muy buenos ensambles vocales con arreglos revolucionarios de temas muy conocidos de los Beatles y Diana Ross and the Supremes. Vale decir, un estilo y una actitud muy en sintonía con las ideas musicales de Reid. Decidido a jugarse entero, Terry fue telonero en la última gira del trío Cream por Norteamérica y grabó un disco para sacar en ese país; un álbum llamado Bang, Bang You’re Terry Reid, que mezclaba temas propios con covers de “The Season of the Witch”, de Donovan; “Summertime Blues”, de Eddie Cochran, y un tema de Sonny Bono (el de Sonny & Cher) llamado “Bang Bang (my baby shot me down)”, la misma canción que integró la banda de sonido del último film de Quentin Tarantino Kill Bill Vol.1, cantada en este caso por Nancy Sinatra.

Momento de decisión
Ese año de 1968 fue cuando -según lo ven algunas personas- la vida le hizo una jugarreta al amigo Reid. Sucedió así: Jimmy Page (con quien Reid había salido de gira un año antes) estaba disolviendo a los Yardbirds, grupo del que se había transformado en líder de facto, al marcharse Jeff Beck y tenía intenciones de armar una nueva banda para cumplir con algunos compromisos pendientes. Para el casillero de bajista, Page ya tenía en mente a John Paul Jones, colega de incontables sesiones de grabación en esos días. Pero Jimmy necesitaba también un cantante. Fue allí cuando se acordó de Reid y le ofreció el puesto.
Con la perspectiva que nos dan los años, cuesta comprender en qué estaría pensando Terry Reid cuando rechazó la oferta de cantar en Led Zeppelin. Pero si observamos de cerca la escena de su trascendental decisión, descubrimos dos elementos determinantes: 1) En ese entonces Reid tenía un contrato con el productor Mickie Most, con quien Page no se llevaba demasiado bien. 2) Lo esperaban dos giras como solista por los Estados Unidos, país donde venía de editar un álbum y donde deseaba triunfar a toda costa. En ese momento, la idea de tirar todo por la borda y comenzar desde cero con una banda nueva y de futuro incierto no parecía demasiado sensata.
Como sea, esa misma noche en que Reid rechazó la oferta de Jimmy Page, el cantante de Hungtindom daba un recital, y tenía de teloneros a un grupo llamado The Band of Joy. Cuenta la leyenda que fue el propio Terry Reid quien, al día siguiente, llamó por teléfono a Jimmy Page para recomendarle que le otorgase los puestos vacantes al cantante y al baterista de The Band of Joy. Esos dos músicos resultaron ser –como ya habrán adivinado nuestros sagaces lectores- Robert Plant y John Bonham. La leyenda de Led Zeppelin estaba por comenzar y también el largo peregrinaje de Terry Reid como músico de culto.
Durante un tiempo, no obstante, Terry Reid siguió en la cresta de la pequeña ola de popularidad que había conseguido en los Estados Unidos. De hecho, llegó a acompañar a los Rolling Stones en su famosa gira norteamericana 1969 (la misma que terminó ominosamente en Altamont y que quedó inmortalizada en el film Gimme Shelter) e incluso grabó un nuevo álbum, Superlung, ese mismo año. También participó en festivales prestigiosos como el de la Isla de Wight 1970 y uno de los primeros que se celebraron en Glastonbury, en 1971.
En los ‘70s, con los caprichosos vaivenes del mundo del rock jugándole en contra, y el escaso entusiasmo de los sellos discográficos de turno, la carrera de Terry Reid se fue desdibujando cada vez más, aunque llegó a registrar un puñado de álbumes más, entre ellos un larga duración llamado River, muy estimado por la prensa y recientemente reeditado en CD.
El estigma de “lo que pudo haber sido” sin duda perseguirá a Terry Reid hasta su último suspiro, pero ese pensamiento no le ha impedido regresar a la actividad musical en la última década. Lo cual es lo más aproximado que podemos ofrecerles, queridos lectores, a un final feliz.
Alfredo Rosso
Discografía Selecta
Bang, Bang You’re Terry Reid (Epic, 1968)
Editado inicialmente sólo en Estados Unidos, el debut de Reid desprende un fuerte aroma a todo lo que estaba sucediendo en ese momento en Inglaterra. Un cantante poderoso, con una onda rhythm & blues, en las manos del célebre productor Mickie Most. Un álbum rico en temas propios y covers (Donovan/Sonny Bono, etc). Al minuto de comenzar quedan claras dos cosas: la fuerte impresión que da Reid de llevarse el mundo por delante con su voz y su guitarra, lo cual explica su célebre decisión de rechazar la oferta de Page y -en segundo lugar- cuán lógica fue su recomendación de Robert Plant, ya que el registro de ambos tiene mucho en común.
De la contradicción entre lo que su productor le obligaba a grabar (básicamente covers) y lo que Reid quería dejar para la posteridad -sus propios temas- emerge éste, tal vez su mejor álbum. El hard rock con una pizca de soul domina el estilo del disco. Una voz cada vez más afirmada y una guitarra que sin ser virtuosa se coloca entre las grandes de su época, deleitan al oyente en temas tales como “Highway 61 revisited/Friends/Highway 61 revisited” bizarro y notable medley, que mezcla el famoso tema de Bob Dylan con uno de cosecha propia.
River (Atlantic, 1973)
Concluídas las disputas con Mickie Most –que le costaron a Reid dos años de su carrera- aparece con un salvavidas en una mano y un contrato de grabación en la otra Ahmet Ertegun, capo de Atlantic Records.
Grabado en un largo período, en Londres y California, River muestra a un Reid más bucólico, transitando senderos abiertos previamente por los espirales descendentes de un Van Morrison y los escapes al infierno tan temido, marca registrada de Tim Buckley. En un terreno menos tortuoso, Reid transita una suerte de country con toques latinos y un cierto coqueteo con el jazz, sobre todo en la parte vocal.
Un disco que habla casi en secreto, y que es necesario escuchar más de una vez para superar la timidez que, inicialmente, él mismo propone.

Yo también lo leí...  

Publicado por Fredagrico

 Pensando estaba, en las formas que encaro la escritura de un blog, al que le quiero imprimir la sinceridad que se merecen los que se dignan a leerlo. A su vez se entremezclan las ambiciones propias de un aspirante  a escritor que busca atrapar a lectores distraídos, más de lo que se merecerían sus burdos pensamientos. De tal forma surgen sentimientos de rebeldia y culpabilidad, de razones y traiciones, así todo junto y revuelto.
Después de todo lo que se vuelca en palabras viene el silencio y te sientes vacío, surge la gran pregunta: ¿Me estaré volviendo demasiado boludo?. Es decir a alguién le puede interesar lo que escribe un pelotudo en algún lugar infinitésimo de este puto mundo...
Despues de estas pequeñas elocubraciones propias de un pensamiento tumefacto que quiere pero no puede salir de mi cerebro, recurro a mis maestros, aquellos que te regala la vida. Aquellos de los que nos apropiamos descaradamente y a los que respetaremos toda la vida.
 De algún lugar en la red leo al negro Fontanarrosa y me devuelve el aire, me hace reir y pensar, disfruto leerlo y me gustaría ser cómo el, que mira las mismas cosas que yo pero vió y entendió cosas que yo ni...
 


Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.

Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.

Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.

No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos." Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.

El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto." Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.

"Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: "Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.

Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruta -podría ser el postrer anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.

Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.

Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros -le advierten-, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.

No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.

De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.

"Puto el que lee esto."

John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.

Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola".

Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto." Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.

No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.
 Para terminar la entrada empiezo por la memoria mezclada de melodías que me pueden:

Los libros de la buena memoria por Gustavo Ceratti (Esperamos tu vuelta)


Chance por Attaque 77



Viernes 3 am por Os Paralamas do Sucesso